Es colombia, tiene raíces en muchas partes y su obra se nutre de los mundos que frecuenta.
Juliana Ángel Posada se define como una nómada moderna. Acaba de terminar su último libro en Berlín, el anterior lo escribió en París y vive en Nueva York. Es Colombiana
Más allá de eso, es lo que ella llama una mezcla de culturas: “Mi madre, austríaca; mi padre, medio alemán. Y yo nací y crecí en Dinamarca y, desde los 23, terminados mis estudios en Economía, no he hecho más que moverme por el mundo”. Primero vivió en Bruselas, luego en Tanzania, después en Nueva York y Mozambique, cuando trabajó como negociadora de paz de las Naciones Unidas. Para la autora de Nada y de Ven, este es su primer viaje a Sudamérica.
¿Qué le dio África?
En Mozambique quedé atrapada por la apertura de su cultura. Llegué con las Naciones Unidas tan pronto terminó la guerra civil, en 1993, para el proceso de paz. La gente estaba cargada de optimismo. En África se priorizan las relaciones humanas, antes que otra cosa. Cuando tu vida gira en torno al apuro, cuando tienes que llenar formularios y una secretaria te dice que se va a ir tres días porque va a despedir a un tío que acaba de fallecer, al comienzo no lo entiendes, pero de repente empieza a tener un significado enorme. Le da un sentido a la vida que aprendí a apreciar. En Europa hemos dejado de ver la importancia de los vínculos.
¿De dónde surgió su interés por ser negociadora de paz?
Los derechos humanos y civiles siempre me han apasionado, probablemente porque mi madre llegó de niña a Dinamarca como refugiada de la Cruz Roja. En la Segunda Guerra, la Cruz Roja rescató a los niños más desnutridos de Austria y los llevó a países como Suiza o Dinamarca. El padre de mi abuelo, alemán, había sido soldado en la Primera Guerra Mundial y decidió irse para Dinamarca con las pocas monedas que le quedaron. Así que provengo de una familia de inmigrantes refugiados. Estos temas son muy importantes para mí. Cómo la gente se porta con otra y qué le hace la guerra a la gente normal. Fue fantástico ser parte del proceso de paz en Mozambique.
¿Qué aprendió de esos procesos?
En Mozambique tienen un método de negociación interesante. Su tradición dice que si ha habido una guerra entre religiones, pueden hacerse acuerdos de paz por medio de pactos. Por ejemplo, si una comunidad mató a un miembro de la otra, le pagará enviando a una mujer que les dé un hijo que reemplace a ese muerto, y luego regrese a su pueblo. Eso sembraría la paz. Es una forma interesante de reconciliación. De otro lado, tratamos de hacer algo con los niños soldados y sus traumas. Cuando un niño de 10 años es capaz de asesinar a sus padres, no puede más que convertirse en un soldado completamente brutalizado. Nos preguntábamos qué hacer con estos jóvenes. Primero pensamos en la psicología, pero era pérdida de tiempo. Descubrimos que en Mozambique hay la creencia de que si has hecho algo terrible, es porque estás poseído por el demonio. Eso resultó ser un gran instrumento de reconciliación, pues las comunidades someten a quienes han cometido actos atroces a un proceso de limpieza con un curandero y pueden ser bienvenidos de vuelta. De verdad, el
método servía.
¿Esta vida ha influido en su literatura?
No escribo directamente sobre lo vivido. Pero sin duda lo traslado de alguna forma. En Nada, por ejemplo, no habría cuestionado la vida y la conciencia de la forma en que lo hice sin haber vivido lo que viví en África. Esa etapa le agregó nuevas dimensiones. Y esto también sale en otras novelas, como La isla de Odín, en la cual presento un panteón moderno y hablo del fanatismo, de lo cual no podría haber hablado como lo hice sin haber viajado por el mundo. Pero no soy autobiográfica. Alimento la imaginación y trato expandir mi aprendizaje.
¿Qué la lleva a escribir?
La fuerza que me lleva a escribir es aprender algo que no entiendo. Escribo sobre ello, raspo en ello. Abordo un tema que me preocupa y le doy vueltas para intentar encontrar la voz correcta. A veces aparece rápido, como ocurrió con Nada. Pero normalmente me toma más tiempo. La historia sale de una voz. Si no la encuentro, tengo que seguir empezando hasta que sienta que es la correcta. Como no escribo sobre mí misma, eso me hace ponerme en los zapatos de mis personajes y soy todos ellos. No escribo calculando qué va a sonar bien, me sale del estómago. Me vacío en mis personajes y no me queda difícil convertirme en un niño de 14 años (como Pierre Anton, en Nada) o en un editor (Ven). La mayoría de mis libros los escribo desde la perspectiva de los hombres, lo hago porque me gusta olvidarme de mí y convertirme en otro personaje cuando escribo. Me enfría, así no me vuelvo ni sentimental ni sobreprotectora.
¿Cómo se imaginó a Pierre Anton, protagonista de ‘Nada’?
Creo que todos tenemos un Pierre Anton en nuestras cabezas. Y en ese momento de mi vida, me habló. Me puse a mirar qué haría un chico de 14 años que de repente siente que nada vale la pena: se subiría a un árbol a pensar. Y luego llegaron sus compañeros de clase, me salió muy natural. Ese año que vivieron juntos fue traumatizante y, como nadie los castiga por lo que hacen, tienen que vivir con ello, pero no pueden hablar, no se pueden reencontrar, ni mirar a los ojos. Cuando te cierras emocionalmente es como cortarse los dedos, y eso es lo que pasa con la narradora, que no puede más que mirar desde la distancia. Casi no puede ni respirar. Ni piensa. Es lo que pasa con los traumas: si no recibimos tratamiento ni los cerramos o sanamos, no los podemos superar y lo único que hacemos es perpetuar ese bloqueo.
A diferencia de ‘Nada’, ‘Ven’ no parece un impulso. Está calculada cada reflexión…
En Ven quería explorar los parámetros y las barreras éticas (un editor se pregunta si debe o no publicar la historia de alguien que no lo autorizó). Por eso me metí con los campos del arte y la literatura, porque son lugares donde de lo que se trata es de superar los límites de la ética de los hombres. ¿Existe un lugar donde nos sentemos a pensar esto no es correcto? Uno de mis libros favoritos es La caída, de Albert Camus, que plantea que los hombres, incluso los más límpidos, estamos moralmente caídos. Me pregunto, entonces, si es posible que podamos calibrar el grado de nuestra bajeza moral. Particularmente con este sistema de mercado de la competencia, cada cual queriendo saltarse los límites. Ese era mi problema del libro. Ven se trata de esa elección entre el alma y la norma.
¿Le molesta el cruce de ficción con realidad en la literatura?
En Europa hay grandes discusiones sobre ese tema, sobre qué puede escribirse sobre la gente. No quiero aleccionar a nadie, pero sí creo que hay inconsciencia sobre el daño que se le puede causar a alguien. Si un amigo me dice un secreto y yo se lo cuento a otras personas, soy una pésima persona. Pero si lo escribo en un libro y lo llamo literatura, soy lo máximo, una heroína. No sé qué tiene de valiente revelar un secreto. Y eso pasa mucho en la literatura actual, en descubrir quién es quién en el libro. Y perdemos el foco de lo que verdaderamente es la literatura, que es mirar más allá de la superficie. Para eso es relevante. ¿Qué sería de García Márquez en Dinamarca si solo tuviera que ver con reconocer quiénes son los personajes? Es universal en otro nivel.
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